Aquella tarde de primavera no se agolparon miles de personas en ese polvoriento camino hacia Jerusalén. No eran lamentos lo que se oían, sino insultos, golpes, y suspiros. Ninguna queja porque “no abrió su boca, como cordero fue llevado al matadero” tal y como relata Isaías en su tremenda crónica de la muerte del siervo de Dios.
Seguro que recuerdas ese día. Aquella tarde que no diste ese vaso de agua, no llamaste, mentiste o menospreciaste. Estoy convencido de que tienes en mente aquella pequeña carga que estabas soportando, aquel remordimiento que te incordió durante unos minutos, unas horas o incluso unos días. No sé qué ocurrió después de aquello, quizá fuiste a esa persona ofendida y pediste perdón, a lo mejor deshiciste el mal, o quizá simplemente lo asimilaste hasta que la conciencia dejó de ser una carga para ti. Desde entonces, ha viajado contigo, ha explorado países lejanos, ha conocido nuevas personas y ha sido tu compañera el día que fundaste tu familia.
Anhelamos la perfección porque una vez la gustamos. Nos negamos a aceptar que sea normal matarse los unos a los otros porque tenemos el recuerdo de algo superior que un día fuimos. Hay una ley escrita en nuestros corazones, una conciencia de la perfección ya olvidada, un recuerdo de la firma de Dios. Ese creador que diseñó un paraíso en el cual el ser humano era la máxima expresión de su forma de ser. Un hombre y una mujer pensados para gobernar el planeta con justicia, amor y respeto, en una relación de dependencia del que es la fuente de vida. En el principio sólo fue un mordisco equivocado, hoy sólo es un chismorreo o una mentira, algo insignificante que rubrica de la misma manera lo endurecidos que estamos, cuán lejos nos hallamos de la santidad de Dios.
Pequeñas faltas o grandes ofensas, una a una, las tuyas y las mías, todas fueron cargando la castigada espalda de Jesús. Corona de espinas, clavos en las manos y pies, latigazos, quizá no fue más que un pálido reflejo del sufrimiento espiritual, de la carga de muerte, de ofensa y de rebelión que cargó en una cruz el Hijo de Dios. “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cuál se apartó por su camino, pero Dios cargó en él la culpa de todos nosotros” dice Isaías en ese mismo pasaje. La maravilla para nosotros es que nuestra rebeldía ya fue pagada y hoy y siempre tenemos acceso directo a la presencia del Dios vivo. Hoy podemos ver en aquella cruz nuestra miseria y nuestra liberación.
Fotos: MorgueFile. Citas: Isaías 53